Tesla: anatomía de un suicidio
Hace apenas una década, Tesla simbolizaba la transición energética: innovadora, deseada y alineada con los valores progresistas de sus compradores. Hoy, sin embargo, la empresa encabeza titulares por sus desplomes de ventas, la vergüenza pública de sus propietarios y la fuga de talento. ¿Qué ha ocurrido y, sobre todo, qué futuro cabe prever cuando su …

Hace apenas una década, Tesla simbolizaba la transición energética: innovadora, deseada y alineada con los valores progresistas de sus compradores. Hoy, sin embargo, la empresa encabeza titulares por sus desplomes de ventas, la vergüenza pública de sus propietarios y la fuga de talento. ¿Qué ha ocurrido y, sobre todo, qué futuro cabe prever cuando su fundador pretende que la salvación pasa por reconvertirla en una firma de robótica?
El imaginario de la compañía se ha desplomado a velocidad de vértigo desde que Elon Musk abrazó sin ambages la agenda de la administración Trump y convirtió su nombre en bandera de polarización, y ha pasado de icono aspiracional a activo tóxico. El profesor Scott Galloway califica el fenómeno como «una de las mayores destrucciones de marca de la historia«: Tesla ha pasado del puesto octavo al 95 en el ranking de reputación corporativa de los Estados Unidos, arrastrada por la confusión entre la persona y la empresa.
Ese desgaste simbólico tiene, lógicamente, reflejo en los balances. Mientras las matriculaciones de eléctricos puros crecían un 28% en Europa durante abril, las entregas de Tesla caían el 49% interanual según los registros de ACEA, en países como España (–36%) o Suecia (–81%) marcan mínimos de varios años. La paradoja es que la demanda de vehículos eléctricos no se ha agotado: sencillamente ha migrado a competidores como BYD, Volkswagen, KIA o Hyundai, que ofrecen productos comparables sin la carga reputacional asociada al fundador de Tesla.
La firma pasó del Top 10 de marcas más admiradas en los Estados Unidos al puesto 95 en solo cuatro años, un descalabro de reputación en caída libre. El detonante, obviamente, fue la hiperidentificación de Elon Musk con la administración Trump y su impopular «Department of Government Efficiency (DOGE)», que simbolizaba todo lo que los anteriores compradores de sus vehículos odiaban.
La crisis atraviesa también a los propietarios. En un relato publicado por The Guardian, un conductor británico describe cómo «su coche soñado» comprado para jubilarse se ha vuelto «una pesadilla viviente»: venderlo resulta inviable porque el mercado de segunda mano ahora penaliza fuertemente la marca y porque, además, nadie quiere «que lo vean conduciendo un Tesla». Fuera del núcleo anglosajón el rechazo no es menor: en Adelaide (Australia), el 95% de las protestas vecinales que pidieron vetar la venta de suelo municipal a Tesla lo hicieron motivadas no por cuestiones medioambientales, sino por puro sentimiento «anti-Musk».
El deterioro reputacional agrava los números. Las entregas globales del primer trimestre retrocedieron un 13% mientras el resto del mercado crecía, y en California, feudo histórico de la marca, las matriculaciones bajaron el 15% frente a una subida del 7.3% en el conjunto de los eléctricos. Los «trade-ins», clientes que entregan un Tesla para comprar otra marca, han aumentado un 250%, y los recortes de precio han comprimido los márgenes hasta mínimos de cuatro años. En una encuesta Yahoo/YouGov de marzo, el 67% descartaba comprar un Tesla, y un 37% lo atribuía directamente a Musk. El patrón se repite: el resto del mercado eléctrico progresa mientras Tesla retrocede, síntoma de un boicot de facto más que de problemas coyunturales de demanda.
Frente al brutal desmoronamiento del negocio automotriz, Musk promete pivotar la marca hacia la robótica: robotaxis, humanoides y «decenas de miles de millones» de autómatas domésticos, como tabla de salvación. Sin embargo, el patrón histórico de sus anuncios invita al escepticismo. Diecinueve años de promesas incumplidas, desde el Hyperloop hasta la conducción autónoma de nivel 4 “el año que viene”, pasando por el “millón de robotaxis” que nunca llegó. El próximo hito, un piloto de 10-20 Model Y sin conductor en Austin, ya acumula numerosas dudas técnicas y regulatorias; pruebas independientes han mostrado fallos de seguridad tan básicos como saltarse un semáforo en rojo.
La elasticidad de la marca ha desaparecido: el traslado de negocio de «automoción sostenible» a uno de «inteligencia robótica» requiere confianza regulatoria y social, exactamente lo que la figura de Musk tiende a disipar. La misma encuesta que penaliza a Tesla penaliza ya también a cualquier aventura asociada a su fundador. Pero además, la economía unitaria es sumamente dudosa: incluso suponiendo un éxito técnico impresionante, los márgenes de un servicio de robotaxi integrado verticalmente son muy inferiores a los de vender hardware de alto margen como el Model S o X, y la forzada transición implica destruir el cash-cow actual antes de que la nueva vaca produzca leche.
Incluso si la tecnología madurase, el viraje no resolvería el problema central: la confianza. Los reguladores que deben autorizar flotas de vehículos sin conductor y los consumidores que pagarían por subirse a uno trasladan al nuevo servicio la misma percepción negativa que hoy pesa sobre los coches de la marca. Al mismo tiempo, el espacio competitivo está abarrotado: Waymo opera en varias áreas metropolitanas, Zoox vuelve a las calles bajo estricta supervisión, y en robots humanoides, Boston Dynamics (Hyundai), 1X, Figure, Agility o Toyota captan talento e inversión sin tener que cargar con la losa de un fundador tóxico. Convertir la compañía en una apuesta robótica podría haber sido lógico si la credibilidad tecnológica de Musk siguiera intacta. Pero hoy, la evidencia sugiere lo contrario: los clientes y los reguladores atribuyen a sus promesas la misma probabilidad que a la «demo de Marte» de 2016.
A medio plazo pueden dibujarse tres trayectorias plausibles. En el escenario más verosímil, en el que Musk mantiene el control y el robotaxi solo se despliega de forma limitada en algunas ciudades en los Estados Unidos, la cuota global de Tesla en vehículos eléctricos puros caería por debajo del 6% hacia 2030, y la acción acabaría valorada con los múltiplos habituales de la industria del automóvil, ya no de la tecnología como ocurría anteriormente. Solo un relevo de liderazgo que despolitizara la marca y restaurara la comunicación con los consumidores podría estabilizarla en torno a un 10% del mercado, pero sería sumamente complejo y requeriría un giro cultural que Musk no ha mostrado intención de emprender. En el extremo negativo, la continuidad de la polarización y nuevos retrasos regulatorios en sus robotaxis hundirían la cuota por debajo del 3%, forzando la escisión de las divisiones de energía y de inteligencia artificial para contener las pérdidas.
Ahora, ni siquiera la fulminante salida de Elon Musk del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), anunciada como una gira de «rehabilitación de imagen» para volver a dedicar «tiempo maniaco» a SpaceX y, sobre todo, a Tesla, va a lograr ya revertir la fractura con su clientela original: después de año y medio jugando a zar de la austeridad trumpista, la reputación de la marca ha caído en picado y las tiendas de la compañía registran protestas y malos resultados de ventas, según admiten sus propios portavoces. Doce fondos de pensiones, hartos de un CEO que «lleva demasiadas gorras, incluidas las rojas», acaban de exigirle en una carta pública que al menos trabaje cuarenta horas semanales en la empresa y deje de distraerse con la política, recordándole que la acción ha perdido una cuarta parte de su valor desde que abrazó la agenda MAGA. El gesto llega tarde: la antigua base pro-sostenibilidad no le perdonará haber convertido la marca en símbolo de polarización, y la nueva audiencia ultraconservadora que aplaude sus arengas no parece dispuesta a comprarse un vehículo eléctrico en los días de su vida.
Tesla seguirá ocupando un lugar prominente en los libros de historia de la innovación: inició la electrificación a gran escala, y obligó a gigantes centenarios a ponerse las pilas, literal y metafóricamente. Pero esa ventaja ya está amortizada: ahora, los competidores fabrican mejores productos a precios más accesibles, y el goodwill que diferenciaba a Tesla se ha evaporado, y el legado tecnológico nunca garantiza la supervivencia empresarial. Cuando la identidad corporativa se confunde hasta tal punto con la figura del fundador, la reputación se vuelve tan volátil como su cuenta de X. Y a diferencia de una batería, la confianza del mercado no admite una recarga rápida. En términos de innovación, el legado de Tesla permanecerá. Pero en términos de negocio, todo apunta a que el pionero quedará reducido a un patético case study sobre cómo una estrategia personalista puede lograr dilapidar lo que fue un first-mover advantage monumental.