Identidad digital en Suiza: ¿comodidad estatal o vigilancia elegante?

Suiza, un país conocido por su modelo de democracia directa, sus infinitos referéndums sobre todo tipo de temas y su fuerte tradición de neutralidad y privacidad, ha vuelto a colocar un tema tecnológico en el epicentro del debate público: la identidad digital o e-ID. El pasado referéndum en 2021, que rechazó una primera versión del …

May 9, 2025 - 08:22
 0
Identidad digital en Suiza: ¿comodidad estatal o vigilancia elegante?

IMAGE: OpenAI's DALL·E, via ChatGPT

Suiza, un país conocido por su modelo de democracia directa, sus infinitos referéndums sobre todo tipo de temas y su fuerte tradición de neutralidad y privacidad, ha vuelto a colocar un tema tecnológico en el epicentro del debate público: la identidad digital o e-ID. El pasado referéndum en 2021, que rechazó una primera versión del sistema dejó claro que, para los suizos, delegar en manos privadas algo tan sensible como la identidad es un límite que no están dispuestos a cruzar fácilmente.

Para los no familiarizados con la estructura de la democracia directa suiza, los referéndums en el país adoptan tres formas: iniciativas populares, que son propuestas ciudadanas para crear una nueva ley y requieren 100,000 firmas válidas en una petición para ser incluidas en la papeleta; referéndums facultativos u opcionales, que son propuestas ciudadanas para aprobar o rechazar una ley existente y requieren 50,000 firmas válidas en una petición para ser incluidas en la papeleta (como ha sido el caso en esta ocasión); y referéndums obligatorios, que son necesarios para revisar la constitución, unirse a una organización internacional o introducir legislación federal de emergencia durante más de un año.

La instauración de un sistema de identidad digital en Suiza es una historia de intentos fallidos.
En marzo de 2021, los ciudadanos suizos votaron mayoritariamente en contra (64.4%) de una propuesta legislativa que pretendía introducir una e-ID gestionada en gran parte por empresas privadas. En aquel entonces, el gobierno propuso que la infraestructura para emitir y gestionar identidades digitales estuviera a cargo de entidades comerciales, dejando al Estado en un rol meramente certificador. El rechazo fue contundente y revelador: no se trataba de estar en contra de la digitalización, sino de cuestionar profundamente el modelo propuesto para implementarla.

Los argumentos en contra fueron claros: ¿cómo confiar en que un actor privado, movido por incentivos económicos, no haría un uso inapropiado de los datos personales? ¿Cómo garantizar que una identidad digital no derive, con el tiempo, en una forma de control más sutil pero igualmente peligrosa que la vigilancia tradicional?

La derrota llevó al gobierno suizo a repensar el modelo, y en 2024 presentó una nueva propuesta, esta vez con el Estado como emisor y garante exclusivo de la identidad digital, con la promesa de que sería gratuita, voluntaria y bajo estrictas normas de protección de datos. Pero ni siquiera esta versión ha escapado al escrutinio de una ciudadanía acostumbrada a votar por todo… y a hacerlo con un ojo escéptico.

La nueva ley, aprobada por el Parlamento en diciembre de 2024, propone una e-ID gratuita y opcional, gestionada por el Estado, con el objetivo de permitir a los ciudadanos realizar trámites en la red de manera segura y eficiente. Sin embargo, esta nueva propuesta también ha generado oposición. Diversos grupos, incluyendo el movimiento Mass-Voll y el Partido Pirata, han lanzado una campaña de recogida de firmas para forzar un nuevo referéndum. Esta vez, el argumento no es tanto sobre quién gestiona la e-ID, sino sobre el principio mismo de que exista un identificador digital centralizado y sobre el poder que podría conferirle al Estado, incluso con buenas intenciones.

Las heridas, claramente, siguen abiertas. Entre los argumentos en contra destacan los riesgos de vigilancia estatal: aunque el sistema propuesto es voluntario, se teme que su uso se pueda ir volviendo gradualmente obligatorio para acceder a servicios públicos o privados, generando una especie de ciudadanía de dos velocidades. Además, preocupa la centralización de datos, dado que cualquier sistema centralizado plantea riesgos inherentes de seguridad y de tentación política futura para usos no previstos hoy, y los falsos beneficios de la digitalización: los críticos señalan que muchas de las funciones que la e-ID promete ya pueden realizarse mediante certificados o procesos existentes, sin necesidad de un sistema unificado.

Por otro lado, los defensores de la medida esgrimen razones como la eficiencia y modernización, dado que una e-ID puede permitir agilizar trámites, reducir costes y ofrecer servicios públicos más eficientes; o la soberanía tecnológica, dado que al ser el Estado el único emisor, se evita depender de grandes plataformas extranjeras para funciones básicas como firmar digitalmente o acceder a información médica. Además, se asegura que la voluntariedad del sistema está garantizada, que no existe intención alguna de imponer la e-ID por la fuerza, y que el diseño contempla auditorías, transparencia y límites legales estrictos.

Lo fascinante del caso suizo no es solo el contenido del debate, sino su forma. Pocos países en el mundo tienen una cultura política tan proclive al control ciudadano como Suiza. La posibilidad de convocar referéndums vinculantes obliga a los gobiernos a justificar cada paso, y obliga también a los ciudadanos a informarse y tomar posición. En este caso, el debate sobre la identidad digital sirve como espejo de muchas tensiones contemporáneas: libertad frente a seguridad, eficiencia frente a control, conveniencia frente a privacidad.

Lo interesante es que esta resistencia no implica un rechazo tecnófobo. Suiza es un país tecnológicamente avanzado, con un sistema financiero digitalizado y un sector de innovación vibrante. Pero su sociedad civil, profundamente marcada por valores de neutralidad, federalismo y autonomía individual, impone barreras culturales que frenan ciertos entusiasmos institucionales.

La implantación (o no) del eID en Suiza es toda una lección para Europa: mientras otros países europeos avanzan en propuestas similares, como la European Digital Identity Wallet impulsada por la Comisión Europea, la experiencia suiza aporta una lección valiosa: sin confianza institucional plena, ningún sistema de identidad digital tendrá éxito. Y esa confianza no se impone, se construye.

Además, el caso ilustra los peligros de creer que las soluciones tecnológicas pueden implementarse como simples herramientas administrativas. Toda tecnología que afecta la vida diaria de los ciudadanos es también una decisión política, con implicaciones profundas sobre la relación entre el individuo y el poder.

Suiza no ha dicho su última palabra. Pero el simple hecho de que la ciudadanía se reserve el derecho de cuestionar los diseños institucionales digitales en las urnas es, en sí mismo, un recordatorio poderoso de que la democracia también debe ser digital… pero sin perder su alma.