Amazon y la traición que nunca fue
En un giro digno de una tragicomedia de cuarta categoría, Amazon parecía, por un breve y fascinante momento, dispuesta a morder la mano que tanto ha lamido últimamente. Tras haber financiado campañas, inauguraciones y lavados de imagen al servicio de Donald Trump, incluida la vergonzosa censura de The Washington Post para evitar que apoyase a …

En un giro digno de una tragicomedia de cuarta categoría, Amazon parecía, por un breve y fascinante momento, dispuesta a morder la mano que tanto ha lamido últimamente. Tras haber financiado campañas, inauguraciones y lavados de imagen al servicio de Donald Trump, incluida la vergonzosa censura de The Washington Post para evitar que apoyase a Kamala Harris en la campaña, la compañía de Jeff Bezos amagó con una iniciativa inesperada: mostrar a los consumidores norteamericanos cuánto del precio de sus compras se debía directamente a las tarifas impuestas por la estúpida guerra comercial de Donald Trump.
El plan era simple, elegante y devastador: al lado del precio de cada producto, Amazon pensaba desglosar el coste atribuido a los aranceles. Una operación quirúrgica de transparencia que, además de ofrecer un valioso servicio al consumidor, ponía frente al espejo al populismo económico más necio de la historia reciente. Trump, que se autoproclamaba «el rey de los aranceles», habría tenido que enfrentarse a una verdad incómoda: su guerra comercial no la pagaban China ni México, sino los propios ciudadanos norteamericanos, centavo a centavo, en cada clic de compra. Y eso, en una economía como la del comercio electrónico, donde la elasticidad al precio de la demanda puede hacer que hasta los incrementos más pequeños en los costes generen fuertes caídas en el consumo debido a lo bajos que son los costes de búsqueda, puede resultar letal para cualquier político en busca de la reelección.
Pero, como era previsible, la valentía de Amazon duró lo que un cubito de hielo en el infierno. Apenas anunciada la medida, la Casa Blanca respondió con furia, acusando a la empresa de llevar a cabo un «acto hostil» y de utilizar una «táctica política» para dañar la imagen del presidente. La administración Trump, en su infinita capacidad de proyectar culpas a cualquier otro que no sea ella, no tardó en señalar que esta simple exposición de datos objetivos era, en realidad y según ellos, una vil maniobra política.
¿Y Amazon? ¿Plantó cara, defendió la transparencia, la información veraz o la autonomía empresarial? No. Como era tristemente esperable de una compañía cuya espina dorsal es un amago permanente de decencia que nunca llega a concretarse, Amazon reculó. En cuestión de horas, empezó a diluir su mensaje, a matizar su posición, a explicar que el desglose de tarifas sería experimental, opcional, anecdótico, limitado. Una traición a la traición, una absoluta cobardía, un acto fallido de rebelión.
Que Amazon haya siquiera considerado exponer el coste real de los aranceles es en sí mismo un síntoma. No del coraje corporativo del que carece completamente, sino del insoportable peso de la evidencia: el proteccionismo trumpista ha sido un desastre económico de primer orden, y su legado, en términos de daño a las cadenas de suministro, inflación y competitividad internacional, es cada vez más difícil de ocultar. Hasta para quienes invirtieron fortunas para hacer que llegase a la Casa Blanca.
En el fondo, Amazon no iba a hacer nada heroico. No pretendía defender principios. Iba simplemente a proteger su cuenta de resultados, su margen operativo, su vacuo santuario consumista del Prime Day, frente a la amenaza real de que los consumidores, por una vez, entendieran exactamente cómo les estaban robando en nombre de un supuesto «patriotismo» de saldo, de un populista de manual.
La traición de Amazon a Trump habría sido una noticia maravillosa y sobre todo, muy lógica. Lo que hay que hacer cuando una decisión injustificable y estúpida te perjudica, o más aún, perjudica a todos. Pero una traición verdadera requiere valor, visión, sentido histórico. Cosas de las que Amazon, como de costumbre, carece en cantidades industriales. Qué pena.